Revolución y contrarrevolución (1810-2024)

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Por Abentofail Pérez Orona

Estamos a las puertas de la dictadura. Una vez que se concrete la reforma al Poder Judicial, desaparecerá, de hecho, la autonomía de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Todo el poder quedará en manos de un solo partido y, dada la estructura de los partidos “democrático-burgueses”, México será gobernado por un único individuo o grupo político. El rumbo de toda una nación se decidirá en una sala, un café o el cuarto trasero de la mansión de un ricacho; mientras sea a la sombra y sin espectadores, la nueva política nacional fluirá alegremente para la clase y la casta gobernante. Quien cifre todavía sus esperanzas en la oposición, puede esperar sentado. Los partidos que languidecen a los pies del morenismo se nutren de las migajas que caen del regazo del poder. Se vendieron antes y lo harán de nuevo. A su lado, la más casquivana meretriz se sentiría moralmente insultada. Si la dictadura puede hacerse pasar todavía por democracia, es gracias a las dotes histriónicas del priismo, el panismo y demás morralla; sus servicios y su servilismo son útiles para sostener la pantomima democrática. Fingir oposición evitará que se hable de despotismo.

Conviene poner de relieve el carácter de la nueva dictadura mexicana en un contexto particularmente trágico y ciertamente doloroso. Una vez consumada la traición al pueblo de México, saldrá el partido oficialista a celebrar los 203 años de independencia en nuestro país. Balcones, plazas e instituciones se cubrirán con el lábaro patrio mientras se le mancilla y deshonra puertas adentro. Lejos estamos del trillado cliché de la crítica oportunista que lanza la piedra del “nada que celebrar” y luego esconde la mano cuando se trata de hacer de la crítica un instrumento de transformación práctica. Nuestro objetivo no es negar la historia. El proceso de Independencia debe ser recordado, si no por sus logros, sí por la capacidad de plantearse los objetivos correctos; por la abnegación de miles de hombres y mujeres que quisieron forjar en México una sociedad más justa y equitativa; que dieron su vida por ello y que hoy, dos siglos después, son traicionados, su legado ultrajado y sus objetivos falseados y tergiversados.

Los objetivos de los insurgentes en la primera década del Siglo XIX iban mucho más allá de la independencia formal con España. La proclama de Hidalgo del 29 de noviembre de 1810 destacaba al menos tres principios programáticos: 1) Abolición de la esclavitud: “Que siendo contra los clamores de la naturaleza el vender a los hombres, quedan abolidas las leyes de la esclavitud”; 2) Derogación de impuestos “Que ninguno de los individuos de las castas de la antigua legislación, que llevaban consigo la ejecutoria de su envilecimiento en las mismas cartas de pago del tributo que se les exigía, no lo paguen en lo sucesivo”; 3) Prohibición de los monopolios: “Del mismo modo serán abolidos los estancos (…) las demás exacciones de bienes, y cajas de comunidad y toda clase de pensiones que se exijan a los indios”. A la abolición de la esclavitud, los impuestos y los monopolios, había que añadir, como uno de los fundamentos de la revolución de independencia, la reforma agraria. Ningún proceso insurgente en América, considerando al norteamericano, pretendió calar tan hondo en la estructura económica y social como el encabezado por Hidalgo. La iglesia condenó al cura de Dolores no por “herejía”, sino “por pretender cambiar el sistema de propiedad de la tierra”.

Morelos fue más lejos aún. Los Sentimientos de la Nación ponen particular interés en la división de poderes con la intención de evitar, en lo sucesivo, cualquier forma de tiranía. Pero incluso los Sentimientos, desfigurados posteriormente en la Constitución de Apatzingán, se quedan muy cortos frente a la radicalidad del Proyecto de confiscación de bienes de los europeos y americanos fieles al gobierno español redactado entre 1812 y 1813 por el “Siervo de la Nación”. En dicho documento, Morelos exige la confiscación de las tierras a los hacendados y la repartición inmediata de las mismas entre los campesinos. “Deben también inutilizarse –escribe en el Séptimo apartado– todas las haciendas grandes, cuyos terrenos laboríos pasen de dos leguas cuando mucho, porque el beneficio positivo de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo e industria, y no en que un solo particular tenga mucha extensión de tierras infructíferas, esclavizando a millares de gentes para que las cultiven por la fuerza en la clase de gañanes o esclavos, cuando pueden hacerlo como propietarios de un terreno limitado con libertad y beneficio suyo y del público”.

No pretendemos que las demandas de los insurgentes se apliquen en un contexto esencialmente diferente. La lucha de Hidalgo y Morelos era contra un sistema feudal. El sistema que hoy oprime al trabajador mexicano es capitalista y reclama otro tipo de lucha y organización. Sin embargo, la realidad de los mexicanos dista notoriamente de los anhelos de la revolución de independencia. Las vejaciones contra las que los caudillos de 1810 se levantaron en armas tienen las mismas causas que hoy el morenismo –esa forma renovada del priismo más rancio– pretende ocultar tras el velo del transformismo.

Utilizar los ropajes de los héroes idos y ataviarse con la indumentaria de la revolución para legitimar la traición a sus principios es una de las tácticas de que se ha valido en toda época histórica la clase en el poder. Se lima la punta revolucionaria de las reivindicaciones sociales y se las vacía de todo contenido, dejando en su lugar frases huecas y vanas. Al grito de “viva México” se traiciona, vende y humilla a la nación; tras la consigna “vivan los héroes que nos dieron patria” se oculta una dolorosa verdad: los mexicanos no poseen de esta patria más de lo que traen puesto, la patria está en manos del capital nacional y extranjero; el grito de “independencia” es una cruel burla, un oprobioso insulto frente a una moderna esclavitud que la única libertad que permite es la de elegir a quién venderse.

Independencia, patria y libertad son, hoy en día, frases manidas. Conceptos carentes de significado. En su nombre se cometen las peores atrocidades, las traiciones más infames. Entre más lejos de la verdad estén los hechos, más cerca de la demagogia y la mentira están las palabras. Esta nueva dictadura pretende retroceder más allá del punto de partida que significara la insurgencia de 1810. No sólo la República ha quedado secuestrada por una banda de vulgares ladrones que al desaparecer de facto la autonomía de los tres poderes instauran de hecho una nueva plutocracia. Se persigue también a las organizaciones sociales. Los luchadores sociales, los modernos insurgentes, son calumniados y hostigados en cada rincón de nuestro país. El principio de la lucha popular, del que emergiera la revolución de independencia, es demonizado por el gobierno en turno. El lema es: “o estás conmigo o contra mí”. Todo aquel que se oponga al Estado y abrace los intereses de los oprimidos, como hicieran Hidalgo y Morelos, obtendrá, en lugar de soluciones a las demandas más sentidas de un pueblo sufriente, una persecución implacable para la que la prensa servil de nuestro México se ofrece a cambio de unas judaicas monedas.

La lucha de los insurgentes de 1810, así como la de los caudillos de la Revolución mexicana sigue viva por necesidad. Los herederos de Calleja y Venegas, de Huerta y Carranza, continúan en el poder. Escondidos tras los ropajes de los verdaderos revolucionarios, ensuciando su nombre para legitimar su vileza, repitiendo sus frases y copiando sus gestos, engañan a una nación que parece adolecer de un verdadero sentimiento de patriotismo. Todo mexicano de bien queda obligado, si quiere emular realmente a los miles de héroes que dejaron su vida por la causa de la Revolución, a plantar cara a la moderna tiranía; a organizarse en las filas de una lucha que sigue en construcción; que marcha lenta y sufriente desde hace doscientos años bajo las balas de plomo e infamia del enemigo y que hoy renace, con un nuevo nombre, pero inspirada por los mismos principios de unión, fraternidad y lucha que alentaran a los valientes hombres de gestas pasadas. Digámoslo con claridad, hoy el nombre de la Revolución en México es, y no puede ser otro, que Antorcha Campesina.

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