La democracia y la corrupción

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Por Omar Carreón Abud

El licenciado Andrés Manuel López Obrador, que ya muy pronto terminará el encargo que democráticamente le otorgó por seis años el pueblo de México, pregonó durante muchos años y, sobre todo, durante su última campaña electoral, que el principal problema del país era la corrupción y que, por tanto, la gran meta del nuevo gobierno que él se proponía encabezar era precisamente abolirla por completo; y sólo un año después de haber tomado posesión del cargo, el día ocho de diciembre de 2019, López Obrador agitó un pañuelo blanco en señal de triunfo y festinó públicamente el fin de la corrupción. “A ver, que me refuten”, desafió.

¿Está, en efecto, bien muerta la víbora que nos asolaba? De acuerdo con el Índice de percepción de la Corrupción de 2022, el país empeoró en dos puestos, pues pasó del lugar número 124 al lugar 126 de 180 países que se evalúan; con respecto a la calificación de los países que conforman la Organización de Comercio y Desarrollo Económico (OCDE), a la cual pertenece nuestro país, somos nada menos que el peor calificado y, finalmente, para el World Justice Project, del lugar 102 que nos otorgaba en 2017, pasamos a ocupar el lugar 134 de 140 países que examina. Nada bien. No obstante, tomemos en cuenta que cuando no le conviene alguna información, el presidente dice que se trata de la versión de sus enemigos internos y extranjeros y asegura, sin mostrarlos nunca, que él tiene otros datos.

Paso, por tanto, a citar otra información al respecto. Interna y oficial esta vez, para tratar de convencer al amable lector de lo que ya sabe y es vox populi, que la corrupción ahí sigue y está más viva y vigorosa que nunca. Veamos. En las tres obras emblemáticas de esta administración federal se gastó muchísimo más dinero del que se dijo originalmente que se iba a gastar. El aeropuerto “Felipe Ángeles”, construido bajo la dirección del Ejército, costaría, según se anunció en el presupuesto de obra, 70 mil millones de pesos, terminó costando 104 mil 531 millones de pesos, 20 mil 531 millones de pesos más, un sobrecosto del 24 por ciento; el Tren Maya fue presupuestado originalmente en 150 mil millones de pesos, todavía no se concluye y ya lleva gastados 480 mil millones de pesos, o sea, un 275 por ciento más y, en cuanto a la refinería “Olmeca, se presupuestó en 8 mil millones de dólares (estos son dólares, subrayo), todavía no produce ni un barril de combustible y la última estimación oficial de gasto ya es de 16 mil millones de dólares, un 100 por ciento de sobrecosto. 

“En total, el desembolso extra al considerado en la propuesta original de los proyectos es de 484 mil 233 millones de pesos (tomando en cuenta el valor del dólar equivalente a 16.71 pesos mexicanos). La cifra es equivalente a 5.3 veces más el presupuesto que se requiere para abastecer de agua a la Ciudad de México en un plan hacia 2040; dos mil 552 veces lo destinado al Instituto Nacional de Infraestructura Educativa, dedicado a rehabilitar escuelas y 33 veces lo que tenía la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) para atender emergencias en el país y que fue utilizado en Acapulco tras Otis”. (Expansión, 19 de marzo de 2024).

¿Son pequeñas estas “correcciones” de los presupuestos originales? ¿Son aceptables? Nada de eso. ¿En qué sistema de planeación en el mundo se consideran normales? En ninguno. Menos aún si tomamos en cuenta que se trata de los presupuestos elaborados y presentados por empresas especializadísimas que los elaboran para presentarlos en un concurso cuyos jueces tienen doctorados otorgados por las mejores universidades del mundo y una experiencia acumulada de muchos años como expertos evaluadores. ¿Un errorcillo de casi 500 mil millones de pesos? ¿Quién será tan ingenuo para creerlo? Hay, pues, corrupción.

Su exterminio de la faz de la Tierra no depende de encontrar y encumbrar en el poder a un hombre impoluto, en el hipotético y remoto caso de que hubiera alguno entre los miembros de la clase dominante que son los que pueden llegar a ocupar la Presidencia de la República en un modo de producción como el que está en vigor en nuestro país y en buena parte del mundo. El régimen, en su base esencial, es un régimen que se sustenta en la explotación del trabajo ajeno. Palabras horrendas, pero absolutamente ciertas. Al trabajador no se le remunera nunca por lo que produce, sólo por lo que necesita para sobrevivir y, en la época actual, constituye una parte insignificante de toda la riqueza producida. Esto se calla. La sociedad moderna está construida, pues, sobre una gran mentira. ¿No es eso corrupción? ¿No es ésa la base sobre la que se levanta toda la corrupción en nuestra sociedad? Sí, señor.

Así se explica que la corrupción sea característica sine qua non de todos los modos de producción sustentados en la explotación abierta o encubierta del trabajo del prójimo y sea incurable mientras exista ese modo peculiar de producción. A la corrupción la sostiene y multiplica el hecho de que en la sociedad existen propietarios de los medios de producción y no-propietarios de los medios de producción, condición que encadena férreamente a la inmensa mayoría de la sociedad, a la clase trabajadora que, pese a oraciones, ahorros, laboriosidad y estudios superiores “para salir adelante”, sigue existiendo y se mantiene oprimida después del paso de muchas generaciones.

Ahora, sin parar mientes en la gran contradicción en que se incurre, se nos convoca a aceptar y apoyar una nueva cruzada contra la corrupción, otra más, esta vez enderezada contra los miembros del poder judicial. Estoy convencido de que si la vez pasada la derrota de la corrupción, su desaparición de la sociedad mexicana, no fue más que una gran mentira para desplazar sus beneficios de los miembros de un grupo político de plutócratas a otro grupo político de poderosos e influyentes, ahora, en esta nueva batida por la purificación social, no será otra cosa que más de lo mismo. 

Ahora ya no se receta el poder purificador de un individuo excepcional que vive una vida ejemplar en la austeridad franciscana, ahora, el detergente de la vida social será la democracia. Si se somete, se dice, a los miembros del poder judicial a elección popular, se terminará la corrupción que todavía persiste. La punta de lanza para la nueva cruzada contra la corrupción será, se ofrece, el colectivo de legisladores de Morena y sus aliados que, con la venia de las autoridades electorales, dando una lección universal de democracia, con un 54.7 por ciento de los votos ciudadanos, disfrutará de un 74 por ciento de los diputados. 

El Estado es un aparato de opresión. Sólo ha existido ahí donde existen clase antagónicas, una opresora y otra oprimida y, como la democracia es una forma de Estado, la democracia, por tanto, es una forma de oprimir y de esa característica que también se divulga poco y se enseña menos en las escuelas de Derecho, derivan sus características fundamentales. Sólo los partidos registrados pueden participar en las elecciones y los partidos para existir requieren de permisos que otorga el Estado, un ciudadano suelto y además sin dinero, está excluido (los candidatos independientes que ganan son garbanzos de a libra que nada cambian). Se trata, pues, de un embudo pavoroso en el cual no entran las grandes masas de trabajadores. Además, el voto no es libre, se compra desde el gobierno, por ejemplo, con ayudas para el bienestar y la costosísima propaganda al servicio de los hombres y las mujeres del poder económico y político, arrasa, hace polvo cualquier otra oferta electoral. Etcétera, o sea, y lo que falte, como la acción del crimen organizado.

¿Serán, pues, triunfos populares, democráticos sin tacha, los que obtengan los nuevos jueces y magistrados que participen en las elecciones judiciales que propone Andrés Manuel López Obrador? Ni por pienso. Nada de eso, seguramente ya están en movimiento las gentes y los dineros para hacer ganar a los candidatos de la confianza del poder. Nadie debe engañarse. No se tratará de limpiar al poder judicial haciendo llegar a los puestos decisivos a hombres y mujeres del pueblo, versados en leyes, amantes de la justicia y honrados a carta cabal. Estamos ante un gran operativo demagógico que, nuevamente, usa sin pudor la legítima y noble aspiración del pueblo por acabar con la corrupción, para instrumentar aquello que se conoce como “quítate tú para ponerme yo”. ¿Es eso lo que el pueblo necesita? ¿Colma eso sus aspiraciones seculares de una vida más justa y humana? Claro que no. 

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