Raymundo Riva Palacio
Tomado de El Financiero
La preocupación creciente por la desigualdad ha dado lugar a una serie de documentos que muestran el crecimiento de la brecha entre quienes tienen y quienes no, y un inexorable camino para ensancharla pese a los buenos deseos y políticas para impedirlo. Uno de ellos, publicado recientemente por Oxfam, una confederación internacional de 21 organizaciones no gubernamentales que tienen asociados en 90 países, nos desnuda una realidad mexicana que muchos no ven y que contradice el discurso presidencial de boga de primeros los pobres. Habría que ajustar esa frase para dejarle: primero Carlos Slim, el empresario del régimen.
Desde que ganó en la licitación a modo de Teléfonos de México, que se trabajó por meses para hacer un traje a su medida y ser uno de los pilares de la nueva clase empresarial que estaba construyendo el presidente Carlos Salinas, Slim ha tenido una influencia poderosa. Presidentes han ido y venido, y en Slim han tenido un interlocutor privilegiado. Lo respetan y los respeta. Lo apoyan y los apoya. Su relación, funcional y estructurada, pareció romperse con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la Presidencia. Pese a conocerlo bien y haber hecho negocios cuando era jefe de Gobierno de la Ciudad de México, chocó cuando canceló el aeropuerto en Texcoco de una forma tan beligerante, que frases despectivas y amenazantes del Presidente contra él en privado auguraban una noche de pesadilla sexenal.
No fue así. Slim reculó, entendiendo quizá que en una lucha de poder el águila siempre gana. Recortó sus pérdidas y restableció sus nexos con López Obrador. Fue, para efectos prácticos, un matrimonio por conveniencia. Al Presidente le urgía legitimidad para fortalecer su discurso de apertura a la inversión privada, aunque en los hechos la frenaba. Slim se la dio y López Obrador aprovechó el papel de cortesano de un empresario sin escrúpulos cuando de dinero se trata.
Ha sido una relación interdependiente táctica provechosa. El gobierno le perdonó a él el colapso de una trabe de la Línea 12 del Metro que construyó su empresa, y provocó la muerte de 26 personas y dejó más de 100 heridos, mediante un acuerdo de indemnización de 400 mil a 6 millones de pesos por víctima, reveló el diario El País en 2022, y la empresa quedó exonerada de responsabilidad y futuras demandas. Luego fue compensado por el Presidente con más obras. Slim, a quien la reforma de telecomunicaciones del presidente Enrique Peña Nieto lo tumbó del sitial como el hombre más rico del mundo, comenzó su recuperación de una forma, podría decirse, obscena.
En su reciente documento de trabajo sobre desigualdad para el Foro Económico Mundial de Davos, Oxfam subraya que la brecha socioeconómica sigue aumentando. La fortuna de los 14 “ultrarricos”, como define Oxfam la lista de “billonarios” del banco suizo UBS referida la semana pasada en este espacio, se ha duplicado desde el inicio de la pandemia del coronavirus en enero de 2020.
En lo alto de esa punta inalcanzable para prácticamente todos los mexicanos se encuentran Slim y Germán Larrea, presidente de Grupo México, cuya fortuna conjunta creció 70 por ciento, equivalente a la riqueza total de la mitad de la población de América Latina y el Caribe: 334 millones de personas. Pero si se dejan los porcentajes y se ven los números presentados por Oxfam, Slim no sólo es mucho más rico que Larrea, sino que tiene una fortuna superior a la que poseen los otros billonarios de México y tiene cinco veces y media más dinero que Vicky Safra, la multimillonaria brasileña –aunque es griega– que heredó una fortuna en bancos, inversiones y bienes raíces, que vale 18 mil 200 millones de dólares.
Oxfam resaltó que la excesiva concentración del poder económico en México “guarda una estrecha relación con el poder político: los ultrarricos en México lo son, sobre todo, por décadas de gobiernos que han renunciado a regular su acumulación de poder e influencia. Once de los catorce ultrarricos mexicanos se han beneficiado y se siguen beneficiando de múltiples privatizaciones, concesiones y permisos que les ha otorgado el gobierno mexicano en las últimas décadas, lo que ha representado la transferencia masiva de riqueza de lo público a una pequeña proporción de personas en lo privado”.
Esta ecuación política-empresarial no ha cambiado en el gobierno de López Obrador, que tiene un discurso anticapitalista pero que, en la práctica, ha sido el motor fundamental de su crecimiento galopante. El Presidente ha llegado a decir pública y privadamente que no sabe por qué lo critican los empresarios, si son quienes más han ganado en su sexenio. En realidad, la mayoría de los empresarios ha sido cuidadosa con la crítica, dadas las experiencias de algunos de ellos con las autoridades y amenazas penales si se rebelaban; pero hay otros, como Slim, que a cambio de los privilegios tomó el papel de adulador.
Pero para quien el dinero es su credo, puede justificarlo. Si como plantea Oxfam, los 14 ultrarricos de México concentran 8.18 de cada 100 pesos de la riqueza nacional, Slim solo acumula 4.48 pesos de esos 100, o sea la mitad del total del resto de sus pares, con una fortuna que concentra “casi tanta riqueza como la mitad más pobre de la población mexicana, alrededor de 63.8 millones de personas”.
Slim nunca fue pobre. Su padre llegó a los 14 años de Líbano huyendo del agonizante Imperio otomano, y para los 30 años, junto con su familia, había adquirido cientos de metros cuadrados en el Centro Histórico, deprimido por la devastación de la Revolución mexicana, que marcó el inicio de la fortuna Slim.
Seis décadas después empezó a consolidar su imperio, con trabajo y acciones hostiles –como la adquisición de El Globo y el financiamiento del Grupo Financiero Value–, con manejos míticos o reales de dinero –como lo que supuestamente hizo con el libanés que huyó de la guerra civil de los 70–, o por los beneficios de ser el empresario consentido, llegando a niveles colosales desde 2020, cuando su fortuna creció 58 por ciento en términos reales.