Romeo Pérez Ortiz
Aterrador, desconcertante e inhumano lo que está sucediendo hoy en el mundo entero con los niños y niñas, donde, de acuerdo con la Organización Internacional del Trabajo (OIT), son empleados (debería decir explotados) en alguna actividad económica 160 millones de infantes de entre cinco y 17 años, de los cuales 79 millones realizan un trabajo peligroso. Pero más aterrador es lo que está pasando en los países del tercer mundo como México, por ejemplo, donde en las grandes ciudades como la Ciudad de México no hay semáforo alguno en el que no esté presente un niño o niña, ambos andrajosos, limpiando parabrisas, vendiendo botellas de agua, flores, juguetes, mazapanes y chicles; en el mismo sitio hay otros que se ganan la vida haciendo maromas en el aire o actúan de payasos o bien ofrecen cualquier tipo de artesanías con tal de ganarse un peso para su sobrevivencia y para la de sus pequeños hermanos. Angustiante también es ver a millones de infantes laborar en el campo en la misma condición deplorable que sus padres y trabajar con la misma intensidad que ellos, eso sí “contentos” porque con su miserable aportación económica la familia puede comer un poco mejor.
A muy temprana edad, a los cinco años, a causa de la punzante pobreza los niños son obligados a incorporarse en los diferentes sectores económicos, sobre todo en los tres fundamentales como el sector servicio, industrial y agrícola, este último que concentra la mayor parte de los infantes explotados, el 31.6 por ciento de la población infantil mexicana ocupada (Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI), 2019). De estos niños despiadadamente ocupados en el campo, el 52 por ciento realiza trabajos peligrosos y el 25 por ciento no asiste a la escuela, de acuerdo con la ENTI (El Economista, 30 de septiembre de 2021). Pero esta realidad no está presente en la preocupación del capitalismo agrícola, lo que le preocupa y ocupa es exprimir la virginal fuerza de trabajo de los indefensos niños y niñas, para él es suficiente que los infantes sepan cortar uvas, fresas, manzanas, cerezas, jitomates, recoger las cebollas y cebollines y arrancar las remolachas; los niños fuertes físicamente son usados para transportar cajas pesadas que rondan los 30 kilos. Niños y niñas sin distinción de género y sexo entran desde las cinco de la mañana al trabajo y no se quejan del intenso frío que cala hasta los huesos por la mañana y tampoco se quejan de las quemaduras del sol durante el día, ni del cansancio agotador que deja la jornada de trabajo, largas por cierto, y si quedan exhaustos, basta con que duerman pocas horas para recuperar sus energías. Al fin y al cabo “¡Son niños y sus energías son recuperadas con mucho más rapidez que las de los adultos!”. Sí, y además son presa fácil porque no ponen resistencia ante la tan brutal explotación agrícola que sufren diariamente, como lo demuestra el reportaje “San Quintín, el valle de los esclavos”, publicado en junio de 2015 en la revista buzos de la noticia en la edición número 666.
En el año 2017, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), dos millones 475 mil 989 de infantes mexicanos (8.4 por ciento de la población infantil nacional) se encontraban trabajando en los tres sectores principales mencionados arriba. De estos, nueve de cada 10 realizaban actividades peligrosas. Pero de los que realizaban trabajos peligrosos, cuatro no recibían ingreso y tres apenas percibían el salario mínimo. Es decir, 7 de cada 10 de los indefensos niños que hacen trabajo peligroso son cazados y envueltos despiadadamente por el capital agrícola, como lo dijo Wilhelm Liebknecht en su cuento Arañas y moscas: Fíjense, escribió, la araña “con qué diabólica destreza tiende su mortífera red, que ha de cazar y envolver despiadadamente a la débil mosca” (pág. 3). Así de diabólico sigue siendo el capital que envuelve ahora, en México y en el mundo, a millones de niños, abandonados descaradamente por la Ley Federal del Trabajo. Ahora resulta que “solos” y “por su propia voluntad” se entregan a la mortífera red del capital.
Pues bien, amigo lector, cuatro años después desde aquella trágica estadística del INEGI del 2017, el trabajo infantil en México no solo no se ha reducido, sino que ha aumentado aceleradamente: ahora, con la llegada de la pandemia de la Covid-19 la tasa del trabajo infantil aumentó ferozmente como lo demuestran los siguientes datos: de acuerdo con la subsecretaria adjunta de Asuntos Internacionales del Buró de Asuntos Laborales Internacionales del Departamento del Trabajo de Estados Unidos, Thea Lee, “la tasa de trabajo infantil en México crecerá 5.5 por ciento, pasando de 3.1 millones en 2019, a 3.3 millones en 2022” (idconline.mx, 23 de agosto de 2021). Aunque la ENTI estima que el número de infantes que laboran actualmente es mayor: de 3.3 millones de niñas, niños y adolescentes que se encontraban laborando en 2019, esta cifra se elevó ya, a causa de la pandemia, a 3.5 millones (El Economista, 14 de junio de 2021). Pero hay más. En la misma nota del periódico es señalado que por cada punto que la pobreza aumenta, hay un incremento del 0.7 por ciento en el trabajo infantil (parámetro proporcionado por la OIT). Este parámetro es útil, porque nos permite calcular el incremento de la explotación infantil cada año, basándonos en el incremento de la pobreza, que siempre hay y no necesariamente por la culpa de la pandemia. Por ejemplo, de acuerdo con la CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe), la pobreza en 2020 creció 9.1 puntos porcentuales, quiere decir que el trabajo infantil en tan solo un año creció 6.37 por ciento, es decir, en números absolutos, con base en los datos de la ENTI, fueron incorporados a las fauces del capital 210 mil 210 niñas y niños más.
México desde luego no es el único país donde el número de niños explotados brutalmente ha aumentado. El problema es generalizado. De acuerdo con la OIT, a nivel mundial, en los últimos cuatros años (desde 2016), el trabajo infantil aumentó 8.4 millones (para 2020) y la organización señala que varios millones más se encuentran en riesgo por la crisis provocada por la pandemia de la Covid-19. En su reciente informe Trabajo infantil: Estimaciones mundiales 2020, tendencias y el camino a seguir, la OIT revela otros datos verdaderamente inhumanos: que el aumento del trabajo infantil se registró principalmente en los niños y niñas de 5 a 11 años de edad, y que a escala mundial representan un poco más del 50 por ciento. También, el número de niños y niñas de 5 a 17 años que hacen trabajos peligrosos aumentó: en 6.5 millones (desde 2016), hasta alcanzar los 79 millones (para 2020). De los tres sectores económicos mencionados, el sector agrícola, es el que concentra el mayor número de niños y niñas, el 70 por ciento, que equivale a 112 millones de infantes.
Así de genocida es la explotación infantil en este siglo XXI, amigo lector, causada por un asesino sin rostro ni código genético. Mucha razón tiene el escritor francés Gilles Perrault Jean Ziegler en su obra El libro negro del capitalismo cuando dice que “El capitalismo es el mayor genocida de la historia, un asesino sin rostro ni código genético (…) No deja rastros y sus crímenes son casi perfectos”.
Ante el aumento tan brutal del trabajo infantil, organizaciones tales como la OIT y la UNICEF (Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia), que velan por la seguridad social de los niños y niñas, han protestado enérgicamente en contra de la explotación infantil desde hace varios años, pero no han encontrado eco en los gobiernos de los países implicados, como México, por ejemplo. Estas organizaciones han propuesto soluciones, pero no se han aterrizado, precisamente porque el aparato gubernamental de cada país implicado no las hace suyas. El Estado mexicano se resiste a intervenir, huye de su responsabilidad de velar que los niños y niñas dediquen su vida plena al estudio y a la adquisición del conocimiento, que disfruten de su tiempo libre para hacer deporte, arte y cultura. El Estado mexicano deja al mercado hacer lo que le plazca y como consecuencia tenemos ya un torrente (3.5 millones) de niños y niñas laborando actualmente en el campo mexicano. Pero y no sólo eso, de acuerdo con la UNICEF 2020, actualmente, el “51% de los niños, niñas y adolescentes viven en situación de pobreza (21 millones aproximadamente), de ellos 4 millones viven en pobreza extrema”, y agrego yo que hay decenas de miles más de niños, no contabilizados, distribuidos en las grandes ciudades de nuestro país ganándose la vida en las calles debajo de los semáforos. He ahí el otro rostro negro del capitalismo que los gobiernos y el presidente de la República se niegan a ver. Huyen de esta situación inhumana como de la peste negra (que se dice que fue la más devastadora), aunque de la peste del que huyen es más devastadora que la peste negra y generada por ellos mismos por ser cómplices del capital genocida. ¿Ante esta situación, qué otra salida le queda a los mexicanos? No veo ninguna otra, más que la intervención inmediata del Estado para regular el mercado o bien un rompimiento con el capitalismo en favor de un socialismo modernizado y corregido como lo aconseja el ingeniero Aquiles Córdova Morán.