Por Betzy Bravo
En la mitología griega, la vida individual tiene un destino lineal e indivisible y es simbolizada por las Moiras, conocidas también como Parcas en la tradición romana. Estas figuras representan el tiempo acotado y finito inherente a los humanos, en contraste con Cronos, el dios que personifica el tiempo cíclico de la naturaleza y del orden cósmico.
En su Teogonía, Hesíodo expone que la Noche dio a luz a las Moiras, siendo estas “vengadoras implacables”, llamadas Cloto, Láquesis y Átropo. El mito presenta a estas tres ancianas hilanderas que tejen el destino humano. Cloto hilvana la urdimbre de cada vida desde su rueca, Láquesis la mide con su vara, y Átropo, la más pequeña de ellas, corta la hebra cuando llega el momento de la muerte.
Las Moiras son identificadas plenamente con el sentido del destino. El concepto de “destino” o fatum estaba relacionado principalmente con la idea de la inevitabilidad y el curso predeterminado de los acontecimientos, es decir, se trata de que la vida de cada ser humano está predestinada necesariamente, pues responde a la suerte establecida por seres ultraterrenales. Tal idea del destino resuena en los cuestionamientos individuales sobre el futuro, sobre la incertidumbre de lo que cada quien será, para qué o por qué.
En este sentido, las personas son llamadas a forjarse como auténticas, a rebelarse contra el destino que les ha sido establecido, a forjarse un modo de vida diferente al de sus raíces. Por ello se observa en diversos medios de publicidad o instituciones, un llamamiento a que cada quien “sea quien es” (“sé tú mismo”, se dice), que cada cual “sea pleno” y que “escuche a su voz interior”. La gente, por necesidad e instintivamente, actúa en favor de estos llamados, pero es frecuente que esos actos se establezcan sin haber analizado lo suficientemente el contexto específico en que cada quien se encuentra, lo que conlleva a establecer proyectos poco realistas.
¿Cómo podemos ser verdaderamente “nosotros mismos” si apenas hemos vislumbrado el mundo que nos rodea y nuestro lugar en él? Cuantimás: ¿cómo podemos saber cuál es nuestra auténtica personalidad si nuestras posibilidades de desenvolvernos en el mundo son, muchas veces, muy limitadas? Estas cuestiones no son analizadas en los llamados a la construcción de un auténtico destino, simplemente se alude a que cada persona deje de preocuparse por lo que pasa más allá de su entorno para enfocarse únicamente en su propio desarrollo. Pero es casi imposible reconocer nuestra autenticidad si no reconocemos que nosotros mismos no podemos ser concebidos sin nuestras relaciones externas que van más allá de nuestro círculo familiar o individual.
Una de las cuestiones por las que se pregunta la filosofía es ésa: cómo sería la vida si cada persona se rebelara efectivamente en contra de su destino, sin argumentaciones falaces que no consideran las relaciones complejas de cada ser humano, cómo se logra construir un sujeto libre del destino impuesto por otros o por sus condiciones históricas. Freud, quien trató profundamente esta cuestión, propone liberar al individuo de las limitaciones del destino alentando al autoconocimiento. Por otro lado, la esperanza de la emancipación del destino radica en que la razón humana cuestiona el curso de nuestra propia vida, lo cual puede considerarse no sólo en términos individuales sino aplicado a un ámbito social o colectivo. No estamos condenados a un destino inmutable; podemos desafiar y trascender nuestros confines, romper el destino que se impone, aunque para eso es necesario considerar la realidad circundante y luchar por mejorarla no sólo individualmente.