Odio y xenofobia, siniestros efectos de una crisis sistémica

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Por Abentofail Pérez Orona

Hace algunas semanas se desató una verdadera cacería en las principales ciudades de Gran Bretaña. Grupos de extrema derecha y supremacistas blancos arremetieron contra todo aquello que guardara relación alguna con la cultura musulmana: “En Rotherham y Tamworth prendieron fuego a hoteles que albergaban a solicitantes de asilo; en Burnley destrozaron tumbas musulmanas. En las redes sociales se difundieron videos en los que se ve a jóvenes a los que consideraron musulmanes siendo golpeados en la calle. En una publicación de Hull, un hombre fue sacado de su coche y agredido físicamente por un grupo de enmascarados” (lahaine.org). El detonante de los disturbios fue el atentado en Southport, que dejó tres víctimas mortales menores de edad. El culpable del crimen fue un ciudadano de origen británico que para la prensa fue fácil asociar con la cultura musulmana. El desquiciamiento duró casi dos semanas; miles de familias se ocultaron durante la violenta vorágine racista que, a diferencia de lo que infieren la mayoría de los medios occidentales, no fue provocada, al menos directamente, por las “mentes perversas de la ultraderecha”. En 50 años no se había visto algo igual: cientos de ingleses, incluidos niños, haciendo gala de la xenofobia y el chauvinismo más recalcitrantes.

Las verdaderas razones de esta reciente manifestación de odio van más allá del racismo. “La cruda realidad –escribe Richard Seymour– es que, lejos de haber sido provocados por la extrema derecha, los disturbios les brindaron su mejor oportunidad de reclutamiento y radicalización en años. Las manifestaciones han atraído a multitudes de gente mayor y joven desilusionada, alienada políticamente y racista, susceptibles al estado de ánimo del momento, a menudo procedentes de zonas en declive, la mayoría de los cuales están sin duda mucho peor que los sinvergüenzas y millonarios que los incitan”. La xenofobia es la expresión del odio. Pero el odio tiene causas más profundas. Atribuir los desmanes a la degradación social es pretender ocultar el Sol con un dedo. ¿Qué hay detrás de la crisis social que se vive en el corazón del viejo imperialismo?

Una profunda crisis económica como no había vivido Gran Bretaña desde la Segunda Guerra Mundial. Existe una relación directa entre el incremento de la xenofobia y la disminución de la producción industrial en el antiguo “taller del mundo”. Mientras las hordas de racistas asolaban mezquitas y barrios pobres atestados de inmigrantes, se conocía la noticia de que por primera vez, desde la Revolución Industrial, Gran Bretaña quedaba fuera del top ten de los productores industriales del mundo. Y esto es apenas lo evidente. El nivel de crecimiento económico en la vieja potencia mundial va en caída libre desde la crisis de 2008 y ha permeado en cada poro de la estructura social inglesa. “Hace más de 15 años que la productividad británica crece sólo 0.4% anual, que es la mitad de los principales 25 países integrantes de la OCDE (…) Los salarios reales de los trabajadores crecieron menos de 0% en los últimos 15 años, lo que implica que han dejado de ganar un promedio de 10.700 libras esterlinas anuales (…) Reino Unido es el país más desigual de Europa, de ahí que la clase media sea ahora 20% más pobre que sus pares de Alemania, y sus ingresos 9% inferiores a los de Francia” (Jorge Castro). Pero esto no es todo. “El número de proyectos de inversión extranjera directa (IED) que aterriza en el Reino Unido ha caído un 6% interanual en los dos últimos años (…) lo que representa un significativo descenso del 16%” (Michael Roberts). Por estas razones, la nueva ministra de economía, Rachel Reevs, no ha dudado en asegurar la necesidad de implementar una nueva política económica: “La globalización tal y como la conocíamos –expresó recientemente en Washington– ha muerto”. “El crecimiento económico sostenido es la única vía para mejorar la prosperidad de nuestro país y el nivel de vida de los trabajadores. Por eso es la primera misión de gobierno de los laboristas. Significa estar a favor de las empresas y los trabajadores. Somos el partido de la creación de riqueza”.

No parece tarea sencilla despojarse del neoliberalismo como de un trapo viejo. El compromiso que el gobierno ha adquirido con las clases ricas imposibilita una transformación radical del modelo económico. La solución del Partido Laborista pretende crear nueva riqueza sin tocar los intereses de los magantes y, sobre todo, sin abandonar la política belicista subordinada a los intereses de Estados Unidos que, mientras el país se cae a pedazos, pasará con el nuevo gobierno del 2.3 al 2.5% del PIB.

Lo que presenciamos en Gran Bretaña y posteriormente veremos en Estados Unidos es una descarga fúrica, un grito de agonía impotente frente a un aparente callejón sin salida. Son los monstruos que aparecen cuando un mundo se desmorona y el nuevo tarda en nacer. El racismo y el odio hacia la población musulmana son el desfogue de un pueblo hambriento e insatisfecho. Las raíces de esta degradación ideológica no pueden ser otras que la crisis material. El fascismo es sólo una de las monstruosas degeneraciones del capitalismo putrefacto. Antes le sirvió a la clase en el poder como catalizador y hoy pretenden utilizar el mismo argumento para ocultar los atroces efectos del antisocial sistema económico. El desempleo, la precariedad de la vida y el incremento de la pobreza en las viejas potencias no son consecuencia de la competencia que de manera natural crean las crecientes olas de inmigrantes –producto del saqueo histórico de las naciones africanas, asiáticas y latinoamericanas– sino del privilegio de una élite que prefiere e instiga la guerra civil antes de sacrificar un ápice sus intereses económicos.

Es necesario reconocer que el silencio respecto al genocidio en Palestina no proviene únicamente de las élites occidentales. La ideología del capital se ha impregnado en cada fibra de la clase trabajadora europea que no ve con malos ojos la destrucción criminal de un pueblo que representa una “amenaza” a sus condiciones de vida. Las campañas contra el “terrorismo” fabrican al enemigo; hacen de las naciones islámicas un chivo expiatorio frente a las verdaderas causas de una crisis que no es cultural, sino económica. Alemania se ha sumado recientemente a esta política y el llamado del canciller Olaf Scholz a “expulsar personas de Afganistán y Siria” es la evidencia de que la política del odio será, en breve, la política de todas las naciones europeas. La tarea principal consiste, entonces, en desenmascarar al verdadero enemigo: los millonarios del mundo. Ese grupúsculo que se encuentra agazapado tras los despachos gubernamentales y ha secuestrado la opinión pública, monopolizando la información en redes sociales; que instiga la guerra civil entre los pueblos a sabiendas de que ellos no tienen nada que perder y sí mucho que ganar con la propagación del odio entre hombres y mujeres que, a fin de cuentas e independientemente de su nacionalidad, pertenecen a una misma clase. Esa clase que hoy se encuentra dispersa, desorganizada y desorientada; desprovista de toda conciencia y, en definitiva, a merced de la manipulación y la infamia de sus enemigos.

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