Los dos enormes terremotos del 6 de febrero sembraron la destrucción en todo el sur de Turquía, pero la devastación en Antakya es total; la ciudad ha quedado convertida en lugar de fantasmas.
Una próspera metrópolis moderna de casi 400 mil habitantes -y cuna de la historia romana, bizantina y otomana- pertenece ahora a los pájaros y a las máquinas de movimiento de tierras.
Los dos enormes terremotos del 6 de febrero sembraron la destrucción en todo el sur de Turquía, pero destaca la devastación en Antakya. La vista nocturna de la ciudad antaño vibrante que ha quedado a oscuras.
Lo más sorprendente es la sensación de abandono -de innumerables vidas interrumpidas de repente- cuando los sobrevivientes abandonaron la ciudad con lo que pudieron cargar, dejando los pasaportes en el cajón, las fotos familiares en la pared y la ropa colgada en el tendedero.
Los turcos dicen que la calle Kurtulus fue la primera de la historia en iluminarse por la noche. En los tiempos modernos seguía viva a todas horas, una zona comercial salpicada de tiendas de antigüedades, restaurantes y viviendas.
En un extremo de la calle está Habib-i Neccar, una de las mezquitas más antiguas de Anatolia, hoy en ruinas. En el otro extremo está la iglesia de San Pedro, que ya tenía cientos de años cuando los cruzados cristianos la ampliaron a principios del siglo XII. Una escalera resultó dañada por los seísmos, pero la fachada de piedra de la iglesia no sufrió daños.
En el suelo, fuera de un hotel boutique cuyas habitaciones llevan nombres de reyes hititas y diosas griegas, hay restos de vidas anteriores: notas fotocopiadas sobre tumores de glándulas, una chaqueta vaquera maltratada, un envase de comida para bebés.
Los edificios que permanecen en pie en Antakya están surcados de grietas que serpentean por dormitorios y cocinas. Las cortinas se mecen con la brisa a través de ventanas rotas y agujeros en la pared. Los rascacielos que parecen indemnes se encuentran a pocos metros de otros que se han derrumbado y se han convertido en colinas de polvo y metal retorcido.
A veces, son los objetos delicados los que sobreviven. Una colección de salsas y vinagres cayó de un frigorífico. Pasaportes georgianos caducados y una colección de pinzas para el pelo con volantes estaban a buen recaudo en un cajón. Un tarro sin tapa, aún intacto, derramaba un fino polvo verde, con una nota manuscrita pegada: “Nane”, menta en turco.
En algunas calles, los soldados vigilaban para impedir los saqueos. Se acurrucaban alrededor de hogueras improvisadas, tiritando de frío. Los apartamentos vacíos les miraban desde arriba.
En las esquinas de toda la ciudad había ropa de colores esparcida, cubierta de una capa de polvo. Habían sido donadas a las víctimas del terremoto, pero quedaban pocos residentes para reclamarlas. La mayoría de las personas que seguían aquí pertenecían a los equipos de búsqueda y rescate.
Sin embargo, hay señales de vida, Veli y Yesim Bagi eran la excepción. Su sofá parecía fuera de lugar, y sus pertenencias, limpias y ordenadas con esmero, destacaban entre los escombros. Esperaban en la larga y tranquila carretera, con su tienda de música a sus espaldas, frente a un parque antaño virgen.
“Este lugar era muy bonito”, dice Veli, profesor de música. “El barrio era nuevo, la mayoría de los edificios eran nuevos. Todo iba a ser perfecto, todo debía ser bonito”. Señaló hacia el descolorido verdor de enfrente. “Los niños solían jugar en este parque. Los padres de mis alumnos solían descansar en este parque cuando yo daba clases”.
Abrió el piano y acarició las teclas. “Las huellas de mis hijos siguen en los marfiles”, dijo, con lágrimas en los ojos. “Ahora tendremos nuevos alumnos, enseñaremos a otros niños”.
Ellos también se iban de la ciudad, a Adana, donde sus padres les esperaban en una casa. Pero antes, dijo Veli, se iba de vacaciones con su mujer.
Aunque parece que todo esta inquietantemente tranquilo, pero Mustafa Ugur salió de un edificio de viviendas con una caja de cartón en la mano.
“Mira esto, es precioso”, dijo sacando una paloma de la caja. “He venido aquí para ayudar al viejo tío y llevar sus palomas a un lugar seguro”.
Ugur miró hacia el tejado, donde un anciano, miraba hacia abajo. El cuidador de palomas teme que su edificio aún pueda caerse, explica el joven. “Así que hemos decidido evacuar a las aves”.
Con infomación de Infobae