Argos| La insurrección de febrero y la agonía del zarismo

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Las revoluciones son estallidos, rompimientos que ocurren cuando la realidad debe ser modificada a como dé lugar, cuando ya el sistema no puede sostenerse sobre sus podridos cimientos.

Abentofail Pérez Orona

Toda revolución armada ha surgido de la premisa de que es preferible morir a seguir viviendo como hasta ahora; la violencia de las transformaciones sociales, la furia con que el pueblo destruye instituciones, monumentos y arrasa ciudades enteras, devienen del hartazgo y la rabia acumulados a veces por siglos. Las revoluciones son estallidos, rompimientos que ocurren cuando la realidad debe ser modificada a como dé lugar, cuando ya el sistema no puede sostenerse sobre sus podridos cimientos. No se elige el momento de la ruptura, pero hay que estar preparados, a través del conocimiento de la realidad histórica y presente, para recibir las grandes transformaciones y encauzarlas progresistamente, es decir, evitar que el rompimiento y el caos que provoca una transformación quede en su fase embrionaria, producto de la espontaneidad.

Así, en febrero de 1917, en cinco críticos días, se llevó a cabo la primer revolución en Rusia. El proletariado de San Petersburgo no sabía entonces muy claramente qué quería, pero estaba muy consciente de lo que ya no quería. Esta primera revolución, que duró apenas una semana, terminaría por echar por tierra al zarismo ruso, una de las fuerzas políticas más poderosas en Asia y Europa durante todo el Siglo XIX. Los Romanov representaban la fuerza de la reacción: eran para Occidente la salvación de un feudalismo que apostaba su resto a la política reaccionaria y anacrónica de Nicolás II. Sin embargo, la historia es implacable y el destino del zar y la monarquía hacía años que se habían decidido. La participación de Rusia en la guerra, la hambruna provocada por el desabasto y el cierre de fábricas fueron el último impulso que los sóviets de Petrogrado (que se formaron en el levantamiento de 1905) necesitaban para salir a la calle y propinar un golpe fatal sobre la decadente monarquía.

El 23 de febrero de 1917, fecha en que se celebraba el Día Internacional de la Mujer, las obreras de Petrogrado decidieron conmemorar el día luchando. Convocaron a una huelga que concentró en un día a 90 mil personas. Los dos siguientes días fueron cruciales, lo que comenzó como huelga se transformó en insurrección. Gracias al empuje y la valentía de las mujeres, los obreros industriales se despojaron del miedo y en apenas 48 horas la mitad de ellos estaba en la calle. Para el 25 de febrero 240 mil obreros y obreras gritaban y mostraban pancartas con las consignas “¡Abajo la autocracia!” y “¡Abajo la guerra!”. Demandas muy diferentes a las de 1905, en las que solo se oía el grito de “¡Queremos pan!”.

El contacto entre las masas trabajadoras y los soldados acuartelados fue el punto de quiebre que permitió al movimiento pasar de huelga a insurrección y de insurrección a revolución. Si en un principio los soldados parecieron oír la orden de dispararle al pueblo, dejando al menos 40 muertos, poco a poco la duda apareció en sus rostros. Mientras disparaban a quemarropa sobre la masa, ésta, a diferencia de 1905, no retrocedía. Cayeron decenas de obreros, pero el pueblo no se amedrentaba. Su intrepidez consistía en la firmeza de su causa y, sobre todo, en la consciencia de que podía triunfar. La reacción, aunque invisible, fue fatal para el zarismo. Obreros y soldados se unificaron y las bayonetas dejaron de apuntar a la cabeza del pueblo para cargar contra las viejas instituciones, ruinas de un pasado que había que borrar y que era necesario superar. El ocho de marzo el zar fue arrestado, culminando así, formalmente, la primer gran revolución en Rusia, la Revolución de Febrero de 1917.

La revolución la realizaron las masas, organizadas por los sóviets, que continuaron funcionando en el seno de las fábricas y los cuarteles. Sin embargo, a diferencia de 1905, no era la conciencia del pueblo la misma que años atrás ni actuaba espontáneamente. Se habían educado bajo principios nuevos, bajo ideas que poco a poco había sembrado en su conciencia el partido bolchevique encabezado por Lenin desde el exilio. El cambio de consigna, pasando de la lucha económica a la política era la refracción del cambio de conciencia. Pero la tarea no había terminado. El partido de los trabajadores todavía no tenía la fuerza para dirigir los destinos del pueblo ruso y, como ha sucedido con todas las revoluciones burguesas, una vez terminada la refriega, el obrero regresó a la fábrica, el soldado al cuartel y la burguesía, el partido menchevique, que vio los acontecimientos desde la ventana, se aferró a un poder que al pueblo le quemaba las manos. Había que esperar, pero no sería por mucho tiempo, soplaban ya los vientos de Octubre.

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