Tribuna Poética| La macabra Luna de Salvador Díaz Mirón

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La Luna, impresionante, plena, aparece en el paisaje crepuscular. Ha comenzado a anochecer en el monte y a pesar de su cansancio, el caminante prosigue su marcha.

Tania Zapata Ortega

La Luna, impresionante, plena, aparece en el paisaje crepuscular. Ha comenzado a anochecer en el monte y a pesar de su cansancio, el caminante prosigue su marcha. Varios tópicos recurrentes en la poesía de todos los tiempos se conjuntan en este par de líneas que resumirían (si esto fuera posible) el universo del poema Paisaje, del veracruzano Salvador Díaz Mirón (1853-1928).

Los versos de Les Châtiments, de Víctor Hugo, que Díaz Mirón elige como epígrafe al poema, dan idea de lo que representa, en términos de ruptura con la tradición. Son los mismos ingredientes que el romántico francés mezcló en su caldera (la Luna sangrante, los cielos brumosos, el peregrino); distinta época, diferente lugar del planeta, la misma conmoción interior ante la violencia.

…et la lune apparut sanglante,

et dans le cieux, de deuil envelopée

je regardai rouler cette tête coupée

Desde una lectura inicial, la composición, escrita en verso blanco, que alterna penta y heptasílabos y cuya rima evita al máximo la consonancia, deja en el oído una inexplicable sensación rítmica, tan modernista e innovadora, que constituye un indudable grito de ruptura. Y más allá del aspecto formal, lo que el poeta pinta con palabras es totalmente ajeno al clásico remanso de paz y armonía con la naturaleza. En la imaginación del autor, las encinas del bosque son las garras (y las extremidades) que la montaña arrancó a gigantescas águilas. 

Viejas encinas clavan

visibles garras

en la riscosa escarpa

de la montaña:

parecen vastas

y desprendidas patas

de inmensas águilas.

Sueño que sobre rasa

mole, tamañas

falcónidas pugnaban

por arrancarla

y al batir alas

perdieron las hincadas

piernas con zarpas.

La sorprendente violencia de esta imagen deja desde el principio una sensación de peligro, de ataque sangriento, que se profundiza cuando hace su aparición el arroyuelo; pero no es el arroyuelo de Boscán o de Garcilaso, que discurría mansamente y en cuyas aguas cristalinas podía reflejarse la belleza de la amada; estas aguas son turbulentas, como las más incendiarias pasiones humanas, ésas que Díaz Mirón conoció tan bien en su accidentada vida de poeta y político, que varias veces lo llevó al exilio y la prisión.

Un arroyuelo baja

deshecho en plata:

resulta filigrana

que corre y pasa,

que gime y canta,

que semeja que arrastra

risas y lágrimas.

En planicie lejana

gramosa y glauca

reses vacunas pastan

y a trechos braman,

diseminadas

por la gula y enanas

por la distancia.

Por si quedaba alguna duda de que Paisaje retrata los violentos movimientos en el espíritu de su autor, baste la aparición de la luna llena, al caer la tarde. Sí, es el mismo cielo crepuscular que ha inspirado tantas odas; y la misma luna a cuya apacible belleza cantaron tantos poetas… solo que ahora se la compara con la sangrante cabeza de un decapitado. Visión aterradora, la “macabra testa cortada” acompaña en su viaje al forajido, mirándolo con burla. 

El crepúsculo acaba

y el cielo guarda

matiz como de gama

de luz en nácar.

¡La Luna salta,

como sangrienta y calva

cabeza humana!

A través de las ramas

sube con pausa:

su expresión es bellaca,

burlona y sabia.

¡Oh, qué sarcástica

la roja, macabra

testa cortada!

Todo el bosque es hostil al hombre rudo que avanza por entre la maleza, sintiendo sus arañazos y presto a defenderse a tiros de alguna vaga amenaza. Todo su atuendo (botas altas, arma al hombro, cartuchos en bandolera) remite sin dudarlo al periodo revolucionario, en el que fuera protagonista y no simple espectador. 

Al cinto la canana

y al hombro el arma,

cruzo con poca maña

maleza brava,

que me señala

encuentros con uñadas

en las polainas.

La sombra se dilata

parduzca y áurea,

con transparencias de ágata

sutil y extraña;

asume trazas

de humareda que apaga

tintas de llamas.

Y en este superficial nivel de lectura, vemos al viajero avanzando, a pesar de sus pies cansados y del viento helado que parece traer consigo voces del pasado; en tanto, la sangrante cabeza cortada lo sigue, burlona, a través del cielo que, ya ha dicho, está cubierto por nacarados nubarrones. Por supuesto, podemos adivinar detrás de esta espeluznante descripción de un paisaje boscoso y nocturnal, toda una alegoría de la soledad de un hombre, encallecido a fuerza de luchar contra otros hombres, contra la naturaleza, contra sí mismo.

El ábrego, con ráfaga

fina y helada,

sopla, y una fragancia

mística y agria

cunde; y en marcha

sigo con tumefacta

y urgida planta.

Murmullo de plegarias

confusas vaga,

y una tristeza trágica

me llena el alma.

¡Oh, qué sarcástica

la roja, la macabra

testa cortada!

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