Así se bautizó a Ignacio Ramírez, admirador de los clásicos, y cuyo talento poético siempre estuvo al servicio de la Reforma y en contra de las injusticias de todo tipo padecidas en carne propia debido a su origen humilde.
Tania Zapata Ortega
Indigno es de la lid quien se amedrenta
cuando en el campo se desata el fuego
que de los más audaces se alimenta.
“México ha consagrado ya ante la posteridad, de un modo duradero, la gloria del eminente pensador, del inmaculado liberal, del gran apóstol de la Reforma”, así terminaba Ignacio Manuel Altamirano, en febrero de 1889, su discurso en homenaje al guanajuatense Ignacio Ramírez (San Miguel de Allende, Guanajuato, 23 de junio de 1818 – Ciudad de México, 15 de junio de 1879), a quien el clero “bautizara” como El Nigromante por el discurso titulado No hay Dios; los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos, pronunciado al ingresar en 1837 a la Academia de Letrán; alias que adoptaría desde entonces en su militante carrera política y literaria.
La estatua de Ignacio Ramírez fue una de las dos primeras que se colocaron en el Paseo de la Reforma, en la capital de la República. “Era tal el poder de su palabra, que aun cuando a nadie pudiera ocultársele que sostenía paradojas en muchas ocasiones; y a pesar de las huellas que dejaban los dardos de su sátira, Ignacio Ramírez era querido, era admirado por todos los que le escuchaban”. Puede leerse en el discurso de Altamirano, reproducido a manera de prólogo a las Obras Completas de El Nigromante.
El 11 de abril de 1859, después de la derrota del bando liberal en la Batalla de Tacubaya, el general conservador Miguel Miramón ordenó ejecutar a los jefes y oficiales liberales heridos y cautivos; en total fueron 153 los fusilados, cuyos cadáveres fueron arrojados a una barranca. En el soneto Después de los asesinatos de Tacubaya, El Nigromante tomaba de inmediato posición ante los hechos, llamando a vengar el ultraje y apostrofando a la naturaleza misma a negar sus dones a los invasores y a sus partidarios.
Guerra sin tregua ni descanso, guerra
a nuestros enemigos, hasta el día
en que su raza detestable, impía
no halle ni tumba en la indignada tierra.
Lanza sobre ellos, nebulosa sierra,
tus fieras y torrente; tu armonía
niégales, ave de la selva umbría;
y de sus ojos, Sol, tu luz destierra.
Y si impasible y ciega la natura
sobre todos extiende un mismo velo
y a todos nos prodiga su hermosura;
anden la flor y el fruto por el suelo,
no les dejemos ni una fuente pura,
si es posible ni estrellas en el cielo.
Por los desgraciados es un pulido poema compuesto en tercetos endecasílabos que da cuenta de la erudición de Ignacio Ramírez, admirador de los clásicos, como en reiteradas ocasiones lo expresara, y cuyo talento poético siempre estuvo al servicio de la Reforma, a favor de la separación de la Iglesia y el Estado, contra la Invasión Francesa y las injusticias de todo tipo, que había padecido en carne propia debido a su origen humilde. El tono altivo del poema, que llama a los hombres a despreciar los peligros y arriesgar la vida en pos del más alto ideal antes de que la muerte inevitable llegue, le ha conquistado un sitio de honor en la historia de la literatura mexicana; y aun hoy su lectura sirve de aliento a los luchadores sociales que perseveran en el combate cívico, a pesar de los peligros que éste implica, para construir un México de leyes y libertades, libre de tiranías abiertas o disfrazadas.
Indigno es de sufrir el navegante
que tiembla cuando ruge la tormenta
y se esconde del rayo resonante:
indigno es de la lid quien se amedrenta
cuando en el campo se desata el fuego
que de los más audaces se alimenta.
Mi madre es la desgracia; pero niego
mi parentesco con aquel cobarde
que agota, si padece, lloro y ruego.
Tenemos que morir temprano o tarde
y entretanto es placer, es una gloria,
de un alma desdeñosa hacer alarde.
Por eso el pueblo es digno de la historia:
yo lo he visto sangriento y derrotado
entregarse al festín de la victoria.
En vano el invasor lo ha encadenado,
la muerte en vano por su frente gira,
no descubre un caudillo ni un soldado:
En oscura prisión tal vez se mira,
se extingue de la tumba en el ambiente
y allí lo alumbra su esperanza y su ira.
¿Quién ha postrado su soberbia frente?
¿Ni quién resiste su mirada fiera?
El contrario estandarte, omnipotente
allá en la Europa, para allá volviera;
y desde el Golfo contempló en el cielo
manto del Sol brillar nuestra bandera.
¿Y seremos nosotros el modelo
de los humanos débiles? Un día,
nos dispersamos con incierto vuelo
tras los caprichos de la suerte impía,
desde aqueste edificio venerable
que de nido amoroso nos servía.
…
¡Fortuna y gloria al hombre que se precia
de respeto infundir hasta a la muerte!
Dios, por invulnerable, la desprecia;
y, por su dignidad, el varón fuerte.