Desde sus versos se propone hacer un retrato fiel de la realidad. Dos poemas políticos (1974) son su pesimista visión de la gran metrópoli mexicana en el Siglo XX.
Tania Zapata Ortega
Embajador en Grecia de 1965 a 1968, Jaime García Terrés (1924-1996) combinó su actividad diplomática con la traducción de la obra de poetas griegos contemporáneos; también tradujo a autores como Ezra Pound, T.S. Eliot, Malcolm Lowry, Chesterton, Jules Laforgue, Hölderlin, Yeats y Blake. Fue un destacado impulsor de la cultura en México, como lo atestigua su colaboración en múltiples publicaciones culturales y su labor al frente del Instituto Nacional de Bellas Artes, el Fondo de Cultura Económica, la Biblioteca de México José Vasconcelos y numerosas comisiones editoriales.
Desde sus versos se propone hacer un retrato fiel de la realidad. Dos poemas políticos (1974) son su pesimista visión de la gran metrópoli mexicana en el Siglo XX: un conglomerado de grises edificios construidos sobre la antigua –y desaparecida– Grandeza Mexicana, idealización de la Nueva España a la que cantara Bernardo de Balbuena. Una ciudad donde un pueblo rabia, duerme, trajina y camina hacia su desaparición sin dejar testimonio de su existencia. En vano –dice el poeta– somos herederos de un pasado de gloria si nos han hecho presa la discordia, la violencia y la muerte.
I
Carencias urbanas
Esta ciudad
–nacida de las aguas–
no tiene ríos ni lagos verdaderos;
todos fueron trocados por el polvo
que periódicamente nos invade,
nos asfixia,
nos duele
como rezago de pacientes crímenes.
Bajo ‘las torres cuya cumbre amaga’
esta ciudad reduce los colores
al insignificante claroscuro;
cubre sonámbula sus amapolas
y ofrece cardos a la sed furtiva.
En el fondo carece de refugios
para los malheridos o los débiles.
Rabia,
duerme,
trajina,
pero no considera la punzante
soledad en las últimas esquinas.
Es una gran caserna sin estilo,
donde se cobra más de lo prudente.
Púdrese ya, Bernardo de Balbuena,
la por ti sazonada
golosina sabrosa de las vidas.
II
Una ciudad en manos de la muerte
Réquiem no, sino duro lamento. Rebeldía
en son de retirada, sin virtud benigna
que pueda quebrantar a la dolencia.
Plegaria no. Furores todavía,
la ley por blanco y la razón por flecha.
Muerta va la ciudad; pero no lleva
cortejo florecido. Todo es tumba,
largo jirón de luto macilento.
No siento cómo cuente lo que pasa.
Fuegos hay de discordia, ladrones en la casa;
pero si la memoria se derrama
cual sombra su dolor la desvanece.
Todo es cadáver ya, pero cadáver
sin historia.
¿Qué paz se nos espera
cuando guerra tan sorda nos abruma?
A nada nos conduce saberla legataria
de títulos muy viejos. El verdugo
degolló su grandeza
y en manos de la muerte se quebraron
amordazadas las genealogías.