Por Aquiles Córdova Morán
La urgencia de que la niñez y juventud retornen a las aulas es una preocupación que comparte el mundo entero. En Europa, en Asia, en América Latina y en los mismos Estados Unidos, hay muchas voces autorizadas que plantean el retorno de niños y jóvenes a las aulas como una necesidad inaplazable, para no seguir ahondando los daños que ya les está causando el cierre de escuelas y universidades.
Sin embargo, con el tiempo, se ha podido comprobar poco a poco que no todos los que se ocupan de la pandemia lo hacen partiendo de la misma base y buscando el mismo objetivo. Quizá sean mayoría los que se preocupan genuinamente por la salud y la vida humanas; el resto, en cambio, tiene como interés prioritario la restauración inmediata del funcionamiento de la economía, es decir, su propósito es la conservación y prosperidad de los negocios y de las mayores utilidades de la empresa privada. Las dos líneas sobre el combate a la pandemia son, tanto en México como en el mundo, la de quienes opinan que hay que apoyarse en los recursos que proporcionan la ciencia y la experimentación científica, y los que fingen aceptar esto pero, en realidad, piensan que lo correcto es procurar la “inmunidad de rebaño”. Así se explica que estos últimos se opongan y critiquen medidas tan elementales como el uso del cubrebocas; el confinamiento social; la utilidad de efectuar el mayor número de pruebas; si deben recibir atención médica todos los infectados, graves o no; etc. Detrás de esta discusión aparentemente absurda, se esconde el deseo de imponer la “inmunidad de rebaño”.
La “inmunidad de rebaño” surge del estudio de las pestes que diezmaron Europa en la antigüedad y durante la Edad Media, es decir, en la época en que la medicina estaba en pañales y nadie hacía nada contra la peste porque nadie sabía qué hacer ni cómo hacerlo. La “inmunidad de rebaño” es, en realidad, el simple esperar a que la naturaleza de cada quien haga lo suyo y resignarse a que sobrevivan los más fuertes y vigorosos y sucumban todos los demás. Es la ley del más fuerte o selección natural que rige en las colectividades vegetales y animales, allí donde no hay ni puede haber defensa consciente y colectiva frente a la amenaza externa y el canibalismo interno; donde no hay ni puede haber ciencia ni científicos que guíen la lucha colectiva contra el enemigo; es el llamado “darwinismo social” cuyos partidarios más ilustres, como Nietzsche, lo enarbolan como el mejor camino para la superación de la humanidad, porque barre toda la escoria social (los enfermos, los viejos, los deformes, los inválidos y los débiles) y solo deja a los sanos, vigorosos y triunfadores. La sociedad tira lastre: pierde en número pero gana en calidad de sus miembros.
Según los partidarios vergonzantes de la “inmunidad de rebaño”, los que se tengan que morir que mueran; que se acaben los débiles, enfermos y viejos, y también los pobres que no puedan pagarse un buen hospital y una buena atención médica. Por eso desde el principio ocultaron la letalidad del coronavirus y negaron la necesidad del distanciamiento y el confinamiento social. En su lugar, llamaron a la población a salir sin miedo, a disfrutar del sol y el aire puro. También se negaron a efectuar pruebas masivas a la población, prohibieron a los hospitales públicos recibir enfermos no graves aunque claramente infectados, ocultaron las cifras reales de contagiados y muertos y se rehusaron a declarar oportunamente la alerta en las poblaciones de mayor riesgo. Se aventuraron a poner fin prematuramente al laxo confinamiento que habían decretado en la fase más aguda de la “primera ola”, con lo cual incrementaron las cifras fatales, y hoy defienden la misma posición a pesar de los crecientes rumores de una nueva ola, más infecciosa y letal.
Y es en medio de este poco alentador panorama que se viene intensificando ostensiblemente una campaña de medios en favor de la rápida normalización de la actividad económica y de la reapertura de escuelas y universidades. Se busca convencernos de que, si no queremos sufrir las consecuencias de un colapso económico universal y de una catástrofe educativa, debemos aceptar que obreros y jóvenes de ambos sexos regresen de inmediato a las fábricas y a las escuelas aun a riesgo de contagiarse y morir por Covid-19.Respecto a los niños y jóvenes, la campaña pone énfasis en el daño psicológico que les está provocando el encierro y el alejamiento de sus compañeros, amigos y maestros. Se habla de decaimiento general, de pérdida de interés en el estudio, de falta de atención y concentración y, en los casos más graves, de depresión y tendencias suicidas.
Estos argumentos parecen bien fundados y bien intencionados a primera vista, pero no debemos olvidar que hay países que han logrado mantener en funcionamiento su aparato productivo y hace rato que reabrieron sus instituciones educativas sin necesidad de poner en riesgo la vida de sus trabajadores y de sus jóvenes. Tales son los casos de China, Vietnam, Cuba, Rusia e incluso Japón y Corea del Sur. La diferencia con las grandes potencias imperialistas como EE UU y Gran Bretaña, reside en la estrategia que unos y otros adoptaron frente a la pandemia. El primer grupo desechó desde el primer momento la “inmunidad de rebaño” y apostó decididamente por los métodos que aconsejan la ciencia y la medicina modernas; el segundo grupo hizo suya esa estrategia y los resultados están a la vista. De aquí se desprende que la campaña mediática en pro de la apertura de empresas y centros educativos es la misma “inmunidad de rebaño” vestida con ropaje distinto: los obreros y estudiantes que tengan que morir que mueran, pero hay que salvar las utilidades de la gran empresa privada.
Sobre los daños psicológicos a niños y jóvenes que maneja la campaña en marcha, hay que decir que no son nuevos; han existido siempre y nadie ha probado, mediante estudios rigurosos, que hayan sufrido un incremento peligroso a raíz de la pandemia. Reconocidos especialistas críticos sostienen que tales argumentos, aunque ciertos en sí mismos, están intencionalmente exagerados en número y gravedad para obligar a padres y madres a arriesgar la vida de sus hijos a cambio de su salud mental y de una supuesta educación de calidad. La revista médica británica BMJ escribió en febrero de este año que la respuesta del Gobierno británico a la pandemia “podría calificarse de un asesinato social” (World Socialist Web Site, del 3 de abril); la misma página digital denunció el 24 de marzo: “Facebook amenaza a grupos de maestros que se oponen a insegura reapertura escolar”. Lo que viene a reforzar la conclusión antedicha.
No está a discusión si nuestros niños y jóvenes deben ser rescatados de la inactividad intelectual, de la pésima educación “virtual”, del daño psicológico, anímico y relacional que les pueda causar la ausencia de sus maestros, amigos y compañeros. La duda radica en si en verdad no hay otro camino que exponerlos al contagio y a la muerte a cambio del retorno a la vida normal a que tienen derecho. Y la respuesta contundente es: NO, no es el único camino. Por principio de cuentas, nunca habríamos llegado a esta disyuntiva mortal si el Gobierno hubiese adoptado desde un principio la estrategia seria y responsable de China, Japón o Corea del Sur; pero ya que estamos en la encrucijada, el Gobierno está obligado a vacunar a todos los niños y jóvenes antes de decretar el regreso a clases; a remozar todos los planteles, patios de recreo y aulas; a garantizar el control del estado de salud de cada estudiante antes de ingresar a la escuela y las medidas de seguridad e higiene básicas para alumnos y maestros. Hoy, nadie está en condiciones de garantizar que todo eso existe o que estará disponible a tiempo.
Hay cifras de sobra para documentar que la deserción escolar en México es catastrófica; que la educación virtual es pésima en general y que en muchos lugares es imposible por falta de los dispositivos electrónicos necesarios o por insuficiencia económica de la familia; las madres solteras con hijos sufren doble daño, la falta de educación de sus hijos y las dificultades para salir a ganar el sustento. Aprovechándose de todo esto, el presidente López Obrador y su secretaria de Educación Pública ya anunciaron que en poco tiempo se reanudarán las clases presenciales, pero nada dijeron de la seguridad de alumnos y profesores. Y el peligro es real: durante el tiempo que lleva la pandemia, más de 60 mil niños y adolescentes se han contagiado de la Covid-19, y la evidencia empírica muestra que la convivencia escolar eleva los contagios hasta en un 40% (EME/EQUIS del 24 de marzo). Además, aunque jóvenes y niños parecen curarse fácilmente, pueden tener secuelas duraderas y graves, por ejemplo, un daño permanente en los vasos sanguíneos que podría provocarles un infarto cardíaco mortal a los 30 años, según el especialista alemán Dr. Drexler. Pero la secretaria de Educación Pública afirma tajante: “Es una cuestión de salud mental” (EME/EQUIS, 24 de marzo). Se limita a repetir, pues, el espantajo ideológico de los partidarios de la “inmunidad de rebaño”.
¿Y qué dicen a todo esto los estudiantes, los verdaderos afectados por estos chalaneos científico-ideológicos de los cruzados de la “inmunidad de rebaño”? Solo he escuchado una sola voz en el desierto, sensata, exacta y que formula la cuestión en términos precisos e indiscutibles. Es la voz de Isaías Chanona Hernández, líder de la FNERRR (Federación Nacional de Estudiantes Revolucionarios “Rafael Ramírez”), que sostiene: queremos y debemos volver a las aulas, pero no queremos ir al matadero. Exigimos que primero se nos vacune a todos. (FACTOR NUEVE del 25 de marzo). Por mi parte, comparto sin reservas esa postura y ojalá reciba todo el respaldo que merece de parte de todos los estudiantes mexicanos que lean o escuchen ese pronunciamiento de Chanona.